Desde la perspectiva de la teoría de las relaciones internacionales, se suele hablar del régimen global o régimen internacional de control de drogas para hacer referencia al marco internacional de control de drogas basado en la Convención Única de Estupefacientes de 1961, enmendada por el Protocolo de 1972, la Convención de 1971 sobre Sustancias Psicotrópicas y la Convención de 1988 contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas (Nadelmann, 1990; Thoumi, 2009; Bewley Taylor, 2005; Bewley Taylor y Jelsma, 2011; Bewley Taylor, 2012). A lo largo de los años, el régimen internacional de control de drogas se convirtió en “un destacado modelo de colaboración y consenso internacional” (Buxton, 2008). Como afirma Thoumi (2009) los controles en materia de drogas han sido históricamente un asunto local, pero en los últimos cien años, el régimen internacional de control de drogas ha ido evolucionando hasta imponer condiciones represivas mínimas alrededor del mundo. De acuerdo al autor, este régimen, por primera vez en la historia, establece normas de control del comportamiento a escala mundial que son impuestas en todas las sociedades donde el principal argumento para tener un solo régimen es simple: el mercado de las drogas es global y la producción, el tráfico y el consumo tienen consecuencias transnacionales.
El régimen internacional de control de drogas tiene sus raíces en la Comisión de Shanghai sobre Opio que se reunió en febrero de 1909, convocada por Estados Unidos para regular el mercado internacional de opio (Thoumi, 2009). Esta Comisión llevó a la Convención Internacional sobre Opio firmada en La Haya en enero de 1912. A partir de este instrumento se siguen una serie de acuerdos y convenciones que van ampliando no solo las sustancias involucradas en el control sino también el alcance del abordaje al problema. En la década del sesenta comienzan a ordenarse los acuerdos intergubernamentales aprobados hasta el momento y a generarse una estructura institucional para el régimen. En efecto, la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 es el acuerdo que consolida en un solo instrumento todas las normas de control derogando la gran mayoría de los acuerdos, protocolos y convenciones que se habían negociado entre 1912 y 1953. El objetivo de esta Convención es limitar exclusivamente a usos médicos y científicos la producción, la distribución, la posesión, la utilización y el comercio de drogas, obligando a los Estados parte a adoptar medidas especiales en relación con ciertas drogas. Además, determina cuales son los órganos internacionales responsables de la fiscalización, encomendando a la Comisión de Estupefacientes del Consejo Económico y Social y a la Junta internacional de Fiscalización de Estupefacientes, las respectivas funciones que la Convención les asigna. Es así que luego de la Segunda Guerra Mundial las Naciones Unidas asumen las funciones y responsabilidades de control de drogas (Thoumi, 2009): un protocolo del año 1946 crea la Comisión de Estupefacientes (CND) bajo el Consejo Económico y Social (ECOSOC). Es la Convención de 1961 la que reafirma a la CND como el cuerpo de formulación de políticas y crea la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) como organismo encargado de monitorear y supervisar el cumplimiento de las convenciones. En 1971, se aprueba el Convenio sobre Sustancias Sicotrópicas que establece un sistema de fiscalización internacional para esas sustancias, y que fue acordado en respuesta a la diversificación y el aumento de los tipos de drogas introduciendo controles sobre este tipo de sustancias. Finalmente, en 1988 se aprueba la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas que establece amplias medidas contra el tráfico de drogas, disposiciones contra el blanqueo de dinero y el desvío de precursores químicos. Como principal instrumento de cooperación internacional contra el tráfico de drogas, prevé la localización, congelación y confiscación de los ingresos y propiedades procedentes del tráfico de drogas, la extradición de los traficantes y la ejecución de los trámites procesales y penales, entre otras cuestiones.
De esta forma, el actual entramado legal y administrativo para el control internacional de drogas descansa en estas tres convenciones. El sistema es virtualmente universal: cada Estado del mundo es parte al menos de una de las convenciones: 185 Estados parte de la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, 183 Estados parte de la Convención sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971, y 189 Estados parte de la Convención de 1998 contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas.Es así que la amplia mayoría de los Estados forman parte del régimen internacional de control de drogas. Estados de todas partes del mundo, con antecedentes sociales y culturales diversos, adhieren a una legislación internacional basada en la prohibición de ciertas drogas para cualquier uso que no sea médico o científico (Bewley-Taylor, 2003). Las mencionadas convenciones proveen la estructura legal e institucional para el sistema internacional de control de drogas. Como señala Bewley Taylor (2012) estas reglas pueden categorizarse de acuerdo a dos métodos principales de abordar el control de drogas. Primero, el control de comodities. Esto es, la definición y la regulación de la producción lícita, la oferta y la posesión. Dicho de otro modo, el control del mercado farmacéutico. Segundo, el control penal. Simplemente, esto es la supresión a través de la ley penal de la producción, oferta y consumo ilícitos (Bewley-Taylor, 2012).
Si bien el régimen internacional de control de drogas se compone, como se adelantó precdentemente, en términos de su contenido, tanto de normas vinculadas al control de commodities (mercado lícito) como al control penal (mercado ilícito), los autores coinciden en resaltar como distintivo el segundo de los mencionados componentes, convirtiéndose de este modo “la prohibición” en el ethos o lógica subyacente característica del régimen (Levine, 2001; Buxton, 2008; Bewley Taylor, 2012). En efecto, muchos autores parten de la conceptualización de Nadelmann (1990), que hace referencia a los regímenes de prohibición global, utilizando el concepto de “régimen global de la prohibición de drogas”. Como afirma Bewley Taylor (2012), un proceso de convergencia de largo plazo en el campo del control internacional de drogas ha resultado en la construcción de lo que útilmente se ha descripto como el régimen global de prohibición de drogas (Bewley-Taylor, 2012).
En esta dirección, la Convención Única de 1961 es considerada como un punto crucial en la conformación del régimen. Para muchos autores, su aprobación representa el momento en el que el marco multilateral se mueve desde la regulación e introduce un ethos más prohibitivo a la cuestión del control de drogas (Bewley Taylor y Jelsma, 2011; Carstairs, 2005; Buxton, 2008). De acuerdo a Bewley Taylor (2012) esta convención marcó el fortalecimiento del sistema internacional y el nacimiento del régimen contemporáneo. Para el autor, mientras que los tratados fundacionales previos a 1961 eran en esencia acuerdos de “restricción de commodities”, la Convención Única es un más estricto y más amplio instrumento internacional más prohibicionista en tenor (Bewley-Taylor, 2012).
La necesidad de explicar la persistencia del régimen internacional de control de drogas más allá de las inquietudes teóricas en torno a la emergencia y mantenimiento de los regímenes internacionales en el tiempo es central en el área en virtud de otra de las dimensiones de análisis en torno al régimen, su efectividad. En efecto, a lo largo de la década que va desde la Sesión Especial de la Asamblea General de Naciones Unidas (1998) hasta su proceso de revisión en el año 2009, una serie de cuestionamientos ha emergido en torno a la efectividad del régimen internacional de control de drogas. Bewley Taylor (2012) señala que la evidencia de la crisis de efectividad del régimen en reducir la escala del mercado ilícito es abundante. Para el autor, el régimen ha tenido un escaso éxito sostenible en alcanzar su objetivo central de limitar a propósitos médicos y científicos la producción, la fabricación, la exportación, la importación, la distribución, el comercio y el uso y posesión de drogas (Bewley Taylor, 2012). Frente a esta circunstancia, Buxton (2008) afirma que el cultivo, la producción y el consumo se encuentran en un máximo histórico y que los mercados de las drogas se han vuelto más complejos, dinámicos y diversificados. Adicionalmente, Reuter (2009) afirma que la evidencia de que la prohibición de drogas ha sido exitosa es fuertemente contestada. Más aún, para el autor, ha tenido muchas consecuencias no intencionadas. De esta forma, al déficit en el cumplimiento de sus metas deben sumársele una serie de costos asociados o daños vinculados (Reuter, 2009, Bewley Taylor, 2012). Como se plantea en la introducción, un completo estudio realizado de cara al proceso de revisión de las metas de UNGASS 1998 no encontró evidencia de que el problema mundial de las drogas se haya reducido durante la década (1998-2007).
De todos modos, frente a este diagnóstico, no parecería existir una relación directa entre la efectividad (o su crisis) y la persistencia del régimen (o su transformación). Como afirma Bewley Taylor (2012) la incapacidad del régimen en alcanzar su meta central debería ser razón suficiente para justificar alguna forma de impulso modernizador. No obstante, como lo evidencia el mismo proceso de revisión de las metas de la Sesión Especial de la Asamblea General de Naciones Unidas de 1998, la efectividad no pareciera estar asociada de manera directa a su persistencia en el tiempo o a su imposibilidad cierta de transformación. El autor destaca la impresionante habilidad del régimen de mantener y aún incrementar su membresía en el tiempo. Para el autor, es posible para cualquier régimen perdurar y mantener altos niveles de cohesión mientras que simultáneamente se vuelve crecientemente inefectivo e inestable (Bewley Taylor, 2012). Esta afirmación obliga a analizar las diferentes alternativas existentes en torno a las posibilidades de transformación de los regímenes internacionales en general y del régimen internacional de control de drogas en particular. Es precisamente el ethos o lógica subyacente prohibicionista lo que ha llevado a diferentes autores a reflexionar acerca de las posibilidades de su transformación. Esa reflexión se escinde en la posibilidad de cambios dentro del régimen o la posibilidad de cambios de régimen, partiendo de la clásica distinción de Keneth Waltz (1979) respecto de los cambios en y de las estructuras políticas domésticas e internacionales. En este contexto, los cambios dentro del régimen representarían un proceso de debilitamiento y un desgaste normativo caracterizado por deserciones blandas a las expectativas prohibicionistas del régimen. Ciertas políticas de este podrían tener lugar en los confines del marco de los tratados a través de su flexibilidad interpretativa. Por el contrario, los cambios de régimen involucrarían una alteración normativa sustantiva solo posible a través de una enmienda o modificación de los tratados (Jelsma, 2011; Bewley Taylor y Jelsma, 2011). En síntesis, se trataría de un cambio en la lógica subyacente o ethos prohibicionista del régimen. En efecto, Bewley Taylor (2012) señala que el debilitamiento de las normas del régimen no es de ningún modo representativo de un ajuste formal y ampliamente aceptado de la norma prohibitiva del corazón del régimen. Tal curso de acción requeriría una alteración sustantiva en el foco normativo por la vía de una revisión formal de los tratados y anunciaría un cambio en el régimen (Bewley Taylor, 2012).
La constatación de una crisis de efectividad y la existencia de grietas en el régimen internacional de drogas no necesariamente son indicadores de la posibilidad cercana de un cambio de régimen. Bewley Taylor (2012) es uno de los autores que advierten sobre la existencia de grietas en el régimen internacional de control de drogas. Una de esas grietas vendría de la mano de la existencia de elecciones políticas nacionales divergentes de las Convenciones. Para el autor, la cuestión de la reducción de daños ha sido crucial para fracturar el consenso y, en está área, Europa habría emergido como un creciente contrapoder respecto de Estados Unidos. Otros temas, además de las políticas de reducción de daños, son tomados como el autor como señales de esa fractura: la despenalización de la tenencia para consumo personal y las alternativas de regulación del mercado de cannabis. Similarmente, Buxton (2008) indica que a pesar de que el régimen de control de drogas ha alcanzado un alto nivel en términos de su universalismo, comprensividad e integridad institucional, se encuentra también bajo una presión sin precedentes y habría indicaciones de que el consenso que subyace al modelo estaría fracturándose. Levine (2003) coincide en afirmar que desde la década del ochenta la prohibición global de drogas ha enfrentado una serie de crisis. Para el autor estas crisis son: la emergencia y el desarrollo del movimiento de reducción de daños; el crecimiento de una oposición a las políticas de drogas criminalizadoras y punitivas; y la inhabilidad de la prohibición de drogas de detener el cultivo y el uso de cannabis alrededor del mundo.
En una dirección similar, de acuerdo a Jelsma (2015) la “década de la UNGASS”, de 1998 a 2008, se caracterizaría por lo que el investigador David Bewley-Taylor denomina “crecientes tensiones sistémicas” de acuerdo a las cuales, “cada vez más insatisfechos con el enfoque punitivo promovido por las convenciones, un número significativo de miembros del régimen tomaron parte en un proceso de “deserción blanda”. Antes que abandonar el régimen, estos Estados se apartaron de su normatividad prohibitiva y aprovecharon la flexibilidad existente al interior de los tratados, al mismo tiempo que técnicamente se mantenían dentro de sus limites legales”. Para Jelsma, “el consenso internacional sobre las políticas de drogas está irreparablemente roto” y “las practicas normativas—al menos en las Américas—han empezado a superar la fase inicial de “deserciones blandas” para convertirse en contravenciones del sistema”.
No obstante, dos elementos merecen ser destacados. Uno de ellos es que gran parte de los cuestionamientos en torno a la efectividad del régimen y la discusión alrededor de la reforma de los tratados emanó de las organizaciones no gubernamentales y fueron prácticamente solo por ellas sostenidos con excepción de escasos países respecto de aspectos particulares del régimen (Carstairs, 2005; Bewley Taylor, 2012). En segundo lugar, los desafíos a la lógica subyacente prohibitiva del régimen que se han vivenciado en los últimos años, a través de un desgaste normativo en determinados temas, podrían terminar siendo funcionales al statu quo de dos maneras. En primer lugar, en virtud de la posibilidad de interpretar que los desafíos no son tales en tanto están, de alguna manera, habilitados por las propias normas del régimen. Como señala Bewley Taylor (2012) la naturaleza no operativa de las convenciones significa que es elección de los Estados parte como interpretar sus provisiones en la legislación doméstica. De hecho, la ausencia de una clara definición en los tratados del término “propósitos médicos y científicos” provee una considerable autonomía interpretativa” (Bewley Taylor, 2012). En segundo lugar, los desafíos parciales al evitar cualquier cambio formal en aspectos de las convenciones o el retiro en todo o en parte del marco de los tratados, podrían sostener el régimen en su forma actual (Bewley Taylor, 2012). Barret, Jelsma y Bewley-Taylor (2014) se refieren a la “doctrina de la flexibilidad” que pareciera estar adoptando Estados Unidos a partir de las reformas estatales en materia de cannabis como una “atracción fatal” en lo que refiere a la reforma global de las políticas de drogas. Para los autores, esta “nueva postura oficial con respecto a los tratados de drogas de la ONU”, a pesar de su seductor tono progresista sólo serviría para mantener el orden establecido (Barret, Jelsma, & Bewley-Taylor, 2014). Como afirma Bewley-Taylor (2012), el proceso de debilitamiento del régimen y, en algunos casos, la subsecuente gradual absorción de ciertas políticas y aproximaciones dentro de la estructura punitiva, no deben confundirse con el punto final de cualquier proceso transformativo.
De manera similar, Levine (2003) advierte que si bien en la actualidad muchos gobiernos locales y regionales están reformando sus políticas de drogas, expandiendo la reducción de daños y adoptando formas menos criminalizadoras de prohibición de drogas, ningún gobierno nacional está siquiera discutiendo su retiro de la Convención Única y la prohibición global. En efecto, la mayoría de los miembros del régimen mantienen una preferencia por operar dentro de un ambiente sub-óptimo más que desafiar formalmente las bases paradigmáticas del régimen (Bewley Taylor, 2012). Es que, como afirma Thoumi (2009), el régimen internacional de control de drogas es tan fuerte que lo que más se puede esperar son cambios políticos marginales. El autor atribuye esa circunstancia a que, frecuentemente, el criticismo a las políticas es muy simplista: se requiere un cambio de políticas internacionales sin proveer un mapa para ese cambio. Para el autor, el pronóstico más seguro para el régimen internacional de control de drogas es que cuando una nueva evaluación de las políticas antidrogas tenga lugar en la reunión de la CND de 2019, otra declaración política reafirmará el paradigma prohibicionista asegurando que ha habido avances sustantivos en la lucha contra las drogas y que estamos acercándonos a conquistar el problema (Thoumi, 2009). Andenas (2003) coincide en indicar que ha habido un escaso debate constructivo acerca de la mayoría de los aspectos de las políticas de drogas. Para el autor, en última instancia, es claro que el compromiso político continúa siendo el componente esencial de cualquier nuevo régimen de control de drogas. Después de todo, es el compromiso político el que determina niveles de recursos y capital, que a su vez dictan los límites de lo que puede ser alcanzado. De manera congruente, Carstairs (2005) indica que a pesar de los crecientes cuestionamientos y presión sobre el sistema internacional de control de drogas hay pocas esperanzas de cambiar las convenciones internacionales de drogas en el corto plazo.
Como se notó luego de la revisión de las metas de la Sesión Especial de la Asamblea General de Naciones Unidas de 1998 en 2003, 2009 y luego en la evaluación de medio término de 2014, esta vez de la Declaración y Plan de Acción de 2009, a pesar de las crecientes tensiones internas e inconsistencias es poco probable que el actual régimen implosione. Muchos Estados han invertido demasiado en él y el grado de inercia institucional no debe subestimarse (Bewley Taylor, 2012). Bewley Taylor (2012) nos recuerda a Robert Keohane cuando afirma que a menudo los regímenes perduran a pesar de la declinante satisfacción de sus miembros porque, en primer lugar, crear un régimen es difícil.